"My make-up may be flaking, but my smile still stays on!..."
Según el dicho popular, cuando no queremos mostrar quiénes somos nos ponemos
una máscara.
Y esto que en la mayoría de los casos se toma en sentido figurado, en el de las mujeres es literal. Cogemos el estuche de maquillaje y cambiamos el lienzo soso que vemos ante el espejo. Y comienza la transformación para ser otra persona.
Quizá hoy toque ser una chica con un aire fresco, desenfadado, de amante de la vida. O esa chica que sigue las últimas tendencias que aparecen en las revistas. O esa mujer sexy, segura de sí misma, que
sabe perfectamente dónde va y qué quiere, que no necesita a nadie para defenderse en la jungla que es la ciudad, donde tienes que elegir ser cazador o ser presa y demostrar incluso cierta altivez.
Y esa es precisamente la apariencia que suelo adoptar yo. Es un poco como cuando a los actores les preguntan por qué eligieron esa profesión, y contestan que "porque me permite ser otra persona,
a veces totalmente opuesta a mí".
El problema es cuando vuelves a casa y empiezas a limpiarte el maquillaje. Ves como las gotas de rimmel resbalan por tus mejillas, avisandote de que ese personaje que has creado está desapareciendo. Otro aclarado y ya no está. Se fue. Vuelve a aparecer en el espejo la imagen que te empeñaste en tapar.
Y te mira con ojos burlones a sabiendas de que por mucho que te empeñes no lograrás deshacerte de ella.
Y al final, bajas la cabeza y te rindes a la evidencia. Tu máscara se ha roto.