
Pero sí que hay algo que nos caracteriza a todos: nos quejamos continuamente cuando estamos en la ciudad. Obras, tráfico, calles abarrotadas de gente, personas que caminan más despacio que tú y no te dejan adelantarles, etc. Pero es pasar un par de días fuera de la ciudad, y ya la vemos con otros ojos. Con ojos de morriña, para ser exactos. Y es que a Madrid sólo se la echa de menos cuando estás fuera de ella. El resto del tiempo no quieres verla ni en pintura.
Esta semana he pasado unos días fuera. Fuera del Madrid urbano, quiero decir.
He estado en un pueblecito de la sierra. Calor soportable por el día, fresco de chaqueta por la noche. Calles empinadas y con construcciones de piedra. La montaña a un lado, y al otro; y en frente; y detrás no lo sé porque se me olvidó mirar, pero seguro que también estaba. Y un cielo claro como hacía mucho (mucho, mucho) que no había visto.
No es un lugar especialmente grande, ni bonito, ni histórico. Pero es recostarte en una tumbona a techo descubierto y ver todas las estrellas sobre ti, una luna llena impresionante como la de ayer, y envuelto por el sonido de las cigarras y los grillos (ni un motor, oye, qué gozada), y ya pueden venir horas por delante, que tú estás en esos momentos en el mejor sitio del mundo.
Pero como todo, esta mañana la escapada llegó a su fin y tocó retomar el camino de vuelta a los Madriles. Es curioso, ha sido llegar y algo se me ha vuelto a agriar en el carácter. Será por el calor, o el ruido, o un conjunto de cosas.
Menos mal que el saber que a no mucho tiempo de aquí (mi abuelo me acostumbró a medir la distancia en tiempo y no en metros), existe una vía de escape donde desconectar de la ciudad.
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